George Steiner: Desde la casa de los muertos

13 de mayo de 2016




Albert Speer fue el arquitecto y ministro de armamento y producción de guerra de Hitler. Dos rasgos lo distinguen del resto de los criminales nazis. Primero, había en los sentimientos de Speer hacia Hitler un núcleo de afecto desinteresado, de calor que iba más allá de la fascinación animal. El 23 de abril de 1945, con Berlín convertido en un mar de llamas y todas las oportunidades de una escapatoria segura casi perdidas, Speer regresó a la capital para despedirse personalmente del Führer. La total frialdad de la reacción de Hitler lo destrozó. Segundo, Speer mantuvo vivo en su interior un atisbo de cordura y sentido moral durante el tiempo que duró el circo demencial del Reich y luego por espacio de casi veinte años de prisión en Spandau. Son estos dos elementos —el hechizo ejercido sobre él por la persona de Hitler y la decisión de salir cuerdo de dos décadas de entierro en vida— lo que domina Spandau: The secret diaries (traducido del alemán para Macmillan por Richard y Clara Winston[*]).
En los procesos de Nuremberg por crímenes de guerra, Albert Speer reconoció que era él quien en última instancia estaba a cargo de la utilización de los muchos millones de trabajadores esclavos que componían el arsenal del Reich. No había estado directamente implicado ni en la brutal mecánica de la deportación que trajo a aquellos desdichados seres humanos desde los territorios ocupados, ni en el maltrato y exterminio rutinario que con frecuencia siguieron. Pero le había correspondido el señorío supremo de la movilización fabril e industrial, y hasta ese punto Speer admitió su culpa, incluso habló extensamente de ella. La sentencia de veinte años de prisión pareció, desde un principio, brutal, y se pensó que reflejaba las insistencias soviéticas. Casi inmediatamente después de Nuremberg hubo murmuraciones en el sentido de que las autoridades rusas no tenían ningún deseo de ver a tan brillante director de armamento y obtención de materiales pasar con toda tranquilidad a manos occidentales.
Speer entró en la prisión de Spandau, en Berlín, el 18 de julio de 1947; salió de ella la medianoche en punto del 30 de septiembre de 1966. Junto con el tiempo pasado en la cárcel de Nuremberg tras ser sentenciado, fueron exactamente veinte años. Speer cumplió la segunda década de su sentencia con la única compañía de otros dos hombres: Baldur von Schirach, antiguo jefe de las Juventudes Hitlerianas, y Rudolf Hess. Speer entró en el resonante ataúd de Spandau a los cuarenta y dos años, en la cima de sus capacidades y después de una carrera meteórica. Fue puesto en libertad a los sesenta y uno. Pero se pasó el cautiverio escribiendo: más de veinte mil hojas de notas de diario, cartas autorizadas y clandestinas, fragmentos de autobiografía. Escribió en hojas de calendario, tapas de cartón, papel higiénico (el tradicional papiro del preso). Y consiguió sacar de contrabando de Spandau este prodigioso alijo a pesar del vigilante escrutinio de los guardianes americanos, rusos, británicos y franceses. Speer sacó de contrabando suficiente material para su primer libro, Memorias, para su diario de la prisión y, si ciertos indicios son correctos, para lo que tal vez fuera un estudio a gran escala de Hitler. ¿Cómo lo hizo? La explicación de Speer es a la vez curiosamente circunstancial y esquiva. Nos dice que tiene que proteger la identidad de quienes le ayudaron. El principal canal fue uno de los enfermeros de la prisión, que, irónicamente, había sido a su vez un deportado en la máquina de guerra del Reich. Pero tuvo que haber otras vías. Es difícil evitar la impresión de que las autoridades, en especial las de las tres potencias occidentales, tenían que saber algo del voluminoso comercio de Speer con el mundo exterior y con el futuro. Incluso, en una fecha tan temprana como octubre de 1948, la esposa de un importante editor judío de Nueva York se puso en contacto con un miembro de la familia de Speer en relación con sus memorias (la sutil indecencia de la idea le resultó repelente a Speer, aunque no a la señora).
Hitler llena este libro como una niebla negra. En los primeros años de su cautiverio, Speer trató de recordar y relatar metódicamente la historia de su relación con el Führer. Muchas de las estampas son memorables. Vemos a Hitler planeando crear un centro mundial de arte en su ciudad natal, Linz. Lo observamos durante los años de su ascenso sonambular al poder, entre las enloquecidas multitudes ansiosas por verlo pasar como un torbellino en un coche abierto, o en la íntima compañía de sus matones, perorando, burlándose, pontificando y cayendo, bruscamente, en el silencioso vórtice de su visión. Hay extraordinarias instantáneas de Hitler en una vena doméstica en Obersalzberg, afanándose en una espontánea sociabilidad entre sus adláteres, asistentes y seguidores de su campo, cuyas vidas pendían de su aliento. Speer deja constancia de las opiniones de Hitler sobre literatura (el individuo tenía pasión por Karl May, la versión alemana de Fenimore Cooper), sobre escultura, sobre el sentido de la Historia. Rememora los momentos de generosidad mostrados por el Führer a sus compañeros y partidarios de los primeros tiempos y habla de la obsesión de Hitler por el fuego, por las llamas en la chimenea y la tempestad de fuego sobre la ciudad.
Speer sabe que Hitler está estrechamente engranado con la raíz de su propia identidad. 20 de noviembre de 1952: «Sea cual sea el giro que dé mi vida en el futuro, siempre que se mencione mi nombre la gente pensará en Hitler. Nunca tendré una existencia independiente. Y a veces me veo como un hombre de setenta años, con hijos ya adultos desde hace mucho y nietos que van creciendo, y dondequiera que vaya la gente no me preguntará más que por Hitler». Tres años antes, Speer cavila sobre la predestinada lógica de su encuentro con el Amo: «Yo consideraba a Hitler, sobre todo, como el preservador del mundo del siglo diecinueve contra aquel perturbador mundo metropolitano que, me temía, estaba en el futuro de todos nosotros. Visto así, quizás en realidad estuviera esperando a Hitler. Además —y esto lo justifica aún más— me comunicó una fuerza que me elevó muy por encima de los límites de mis capacidades. Si esto es así, entonces no puedo decir que me apartara de mí mismo: por el contrario, a través de él encontré una identidad realzada».
En el túnel interminable de los días en prisión, Speer trata de llegar a una imagen clara del hombre que construyó y destrozó su vida. Si hubo crueldad —aunque de un género curiosamente abstracto, indiferente—, megalomanía, una áspera vulgaridad, autocompasión y falsedad más allá del alcance humano corriente, hubo también justo lo contrario. Speer conocía a Hitler como «un solícito padre de familia, un superior generoso, afable, ecuánime, orgulloso y capaz de entusiasmo por la belleza y la grandeza». Este último punto obsesiona a Speer. La política de Hitler en relación con las artes y la arquitectura podía surgir de una brutal miopía. Pero en otros momentos había verdaderos destellos de percepción, relámpagos de inventiva y saber. El carisma del individuo era profundo y frío, a un tiempo paralizador y magnético. Y también lo era su desnudo filo intelectual con respecto a la táctica política, el dominio retórico y la penetración psicológica de los cansados o corruptos jugadores en la sombra que se enfrentaban con él en el país y en el extranjero. «Verdaderamente venía de otro mundo… Los militares habían aprendido todos a vérselas con una gran variedad de situaciones inusitadas. Pero no estaban en absoluto preparados para vérselas con aquel visionario».
No hay nada nuevo en todo esto. Otros testimonios han hecho rutinaria la imagen de pesadilla. Pero Speer sí toca asuntos de primera importancia cuando se propone diagnosticar el antisemitismo de Hitler. Solo recuerda una única conversación sobre el asunto entre el Führer y él (en el nauseabundo miasma de la charla de sobremesa de Hitler apenas encontramos una alusión al mundo de los campos de concentración). Sin embargo, al repasar más detenidamente el enorme cúmulo de sus recuerdos, Speer llega a la conclusión de que el odio a los judíos fue el eje absoluto e inconmovible del ser de Hitler. La totalidad de los planes políticos y bélicos de Hitler «era un mero camuflaje para este verdadero factor motivador». Reflexionando sobre el testamento de Hitler, con su visión apocalíptica de la culpa de la guerra, que atribuía a los judíos, y del exterminio de los judíos europeos, Speer viene a darse cuenta de que dicho exterminio significaba más para Hitler que la victoria o la supervivencia de la nación alemana.
Los historiadores racionalistas han discutido esta cuestión. Se han esforzado en encontrar un marco económico-estratégico «normal» para la carrera de Hitler. Speer se acerca mucho más a la verdad. No es posible entender bien el fenómeno Hitler —con su venenosa magia y con la atrocidad de su autodestrucción— si no nos fijamos estrictamente en el motivo central del antisemitismo. En cierto tenebroso modo, Hitler vio en la mesiánica coherencia del pueblo judío, en su manera de permanecer apartado, en la metáfora de que es un «pueblo elegido», un inalterable contrapeso burlón a sus propios impulsos más íntimos. Cuando proclamó que el nazismo y el judaísmo no podían coexistir, que uno de los dos debía ser aniquilado en un conflicto final, estaba afirmando una verdad demencial. Al tener noticia del juicio de Eichmann y de las pruebas del Holocausto, que no cesan de aumentar, Speer anota que su propio deseo de ser liberado de la prisión se le antoja «casi absurdo».
Pero el deseo persistió, desde luego. Este es el sentido de toda la literatura carcelaria: la esperanza contra toda esperanza de que más de siete mil días invariables pasarán, de que es posible dar un significado o una forma consoladora al tiempo atravesando un vacío de veinte inviernos. La asfixia de Speer se hizo peor a causa de las repetidas rachas de rumores: John McCloy, el alto comisario estadounidense para Alemania, estaba presionando para que se mitigara su condena o fuese liberado; Adenauer se mostraba comprensivo; el Foreign Office británico había realizado acercamientos a los rusos. Sin duda la Guerra Fría conduciría a la evacuación de Spandau y a una visión más oportuna de los crímenes de Speer. ¿Por qué iban a dejar las potencias occidentales que el brujo del armamento alemán se pudriera cuando ellos mismos estaban remilitarizando Alemania? Pero todas las esperanzas se revelaron falsas y Speer acabó por soportar, y expresar, la convicción de que tendría que cumplir su pena hasta la última y casi inconcebible medianoche.
Conservó la cordura utilizando medios clásicos en los testimonios de sepultados en vida. Daba afanosos paseos cotidianos por los terrenos de Spandau, llevando un cálculo exacto de la distancia. Al final había recorrido 31 939 kilómetros. Pero esa marcha forzada era más que un ejercicio abstracto. Speer se imaginó que daba la vuelta al mundo a pie, desde Europa, pasando por Oriente Próximo, hasta China y el estrecho de Bering, y luego cruzando México. Mientras caminaba, evocaba mentalmente lo que conocía del paisaje, la arquitectura y el clima pertinentes. «Ya estoy en la India», dice una típica entrada de diario, «y conforme al plan estaré en Benarés dentro de cinco meses». Luego estaba el jardín de la prisión. A partir de la primavera de 1959, Speer dedicó cada vez más tiempo y energía a cultivarlo. Cada arbusto, cada lecho de flores pasó a ser objeto de un tenaz diseño y cuidado: «Spandau se ha convertido en un sentido en sí mismo. Hace mucho, tenía que organizar mi supervivencia aquí. Eso ya no es necesario. El jardín ha tomado plena posesión de mí».
Speer leía infatigablemente: historia, filosofía, literatura narrativa e, inquietantemente, libros que trataban de los acontecimientos en los que él mismo había tenido un papel tan drástico. Cuando se le permitió ver revistas de ingeniería y arquitectura, puso su empeño en refrescar sus habilidades y mantenerse en algún tipo de contacto con el mundo exterior, que estaba cambiando. Speer dibujaba: planos para casas unifamiliares, muy apreciados por sus carceleros rusos, siluetas y perfiles de monumentos ahora convertidos en escombros y, ocasionalmente, extrañas escenas alegóricas en las que resonaba estridente la soledad. Por encima de todo escribía: miles y miles de páginas. Su razón pendía de este sólido hilo.
Sin embargo, hubo períodos de desesperación y casi locura: al final del décimo año, cuando los almirantes Dönitz y Raeder fueron puestos en libertad tras cumplir su condena; en julio de 1961, cuando el temor a haber extraviado una de sus cartas ilegales lo sumió en un pánico frenético. Cuando el derrumbamiento parecía inminente, Speer se permitía una «cura de sueño», tres semanas a píldoras para dormir, que le garantizaban noches ininterrumpidas y días borrosos. Pero más que nada recurría a su formidable resistencia. Después de una semana en una celda de castigo, donde pasó once horas diarias sentado sin moverse ante las lisas paredes, Speer salió «tan fresco como el primer día».
Las estratagemas de las autoridades aliadas —actuando, desde luego, en nombre de la ofendida humanidad— no siempre contribuyen a una interpretación agradable. Después de once años de prisión, Speer pidió lienzos y pinturas al óleo. Esta peligrosa petición fue denegada. Nunca se dirigían a los presos por sus nombres —únicamente por el número que llevaban en la espalda—, pues llamar a un hombre por su nombre es hacerle el honor de su humanidad. Las visitas familiares siguieron siendo escasas y breves. Debían tener lugar en presencia de los observadores soviético, americano, francés y británico. Pasaron dieciséis años antes de que se permitiera a Speer, por un descuido bondadoso, pasar un instante a solas con su esposa. Llegado el momento, estaba demasiado paralizado para tocarle siquiera la mano. Los estereotipos nacionales marcan a los diferentes carceleros y oficiales responsables (Spandau está bajo el mando de las cuatro potencias ocupantes por turnos de un mes). Los ingleses son puntillosos. Los franceses hacen gala de cierta fácil fanfarronería. En la inocencia y espontaneidad americanas hay con frecuencia un filo de brutalidad. Durante cada «mes soviético», la dieta carcelaria cae en picado. Pero el personal soviético está ansioso por instruirse. Mientras sus colegas occidentales hojean novelas policíacas o se quedan dormidos haciendo crucigramas, los rusos de Spandau estudian química, física y matemáticas o leen a Dickens, Jack London o Tolstói. De acuerdo con las variaciones en la temperatura de la Guerra Fría, las relaciones interaliadas dentro de la prisión se hacen más tensas o más relajadas, y los presos son tratados en consecuencia. Durante la crisis cubana de los misiles, la tensión eléctrica proporciona a los presos un centro de gravedad. Es el guardián ruso el que trae la noticia de la paz.
Son las instantáneas como esta, risibles y trágicas, las que hacen soportables estas claustrofóbicas páginas. Speer tiene una mirada entrenada. En Nuremberg pasa por delante de las celdas de los que están esperando para ser ahorcados: «Como prescriben las normas, la mayoría de ellos están tumbados boca arriba, con las manos encima de la manta, la cabeza vuelta hacia el interior de la celda. En su inmovilidad, ofrecen un espectáculo fantasmal; parece como si los hubieran colocado ya en sus ataúdes». En el invierno de 1953, se permite un sillón al preso número 3, Konstantin von Neurath, antaño ministro de Asuntos Exteriores de Hitler (la salud del anciano se estaba deteriorando). Speer reconoce ese sillón como el que había diseñado para la Cancillería de Berlín en 1938: «La tapicería de damasco está desgarrada, ha perdido el brillo, la madera está arañada, pero todavía me gustan las proporciones, en especial la curva de las patas de atrás». Las orgullosas monstruosidades que Speer había construido para el Reich, las columnas de un rojo vivo y los pórticos triunfales de mármol han caído en el olvido. Quedan dos cosas: el recuerdo de la impalpable «catedral de hielo», que Speer creó usando los rayos de ciento treinta reflectores en una asamblea del partido en Nuremberg, y este sillón.
Conforme se aproxima la puesta en libertad, la mente de Speer le hace jugarretas de mal agüero. Deja de oír la radio. Ordena a su familia que cese toda correspondencia. Nítidos sueños le revelan que nunca volverá a casa, que nada compensará nunca su vida no vivida. Tres días antes de partir: una vez más, arranca los hierbajos del jardín para que todo quede en perfectas condiciones. Percibe, como todos los que han estado largo tiempo presos, que su relación con su prisión se ha tornado «semierótica», que, de alguna disparatada manera, ya no desea salir del féretro que ha dominado. El último día, mientras aguarda que Schirach y él sean puestos en libertad, Speer añade diez kilómetros a su vuelta al mundo. El clímax es un toque de terror y desolación humana más allá del alcance de la ficción. Están descargando grandes montones de carbón en el patio de la prisión. Speer está junto a Hess, mirando: «Entonces Hess dijo: “Cuánto carbón. Y desde mañana, para mí solo”». Era el 30 de septiembre de 1966. El viejo vándalo demente, que no había tenido parte en las mayores atrocidades nazis por haber huido en avión a Escocia, permanece todavía en Spandau, solo, custodiado por cuatro ejércitos en miniatura y treinta y ocho mil metros cúbicos de espacio amurallado. Las potencias occidentales han apremiado hace mucho para su liberación. La Unión Soviética se niega, por temor a perder la única mínima posición militar que tiene en Berlín Este. Nuestra aquiescencia al chantaje ruso en este rasgo de inhumanidad está fuera de todo comentario.
Pero dicho esto, y reconocido el vigor del testimonio y de la supervivencia de Speer, hay que dejar claro otro aspecto. En Spandau había libros y música, cartas de la familia y atención médica. Durante tres de cada cuatro meses, la comida era excelente. Había baños calientes y un jardín que cuidar. No se ahogó a nadie, no se sumergió en excrementos ni se quemó a nadie poco a poco hasta convertirlo en cenizas. En pocas palabras, veinte años en Spandau eran un paraíso en comparación con un solo día en Belsen, Majdanek, Auschwitz o cualquiera del centenar de los anexos del infierno construidos por el régimen al que Speer sirvió de forma tan brillante. La fuerza y el dolor de este libro es que uno tiene que decirse esto a sí mismo, ya que no puede decírselo a él (que ahora declara saberlo). Sin embargo, ni siquiera decir esto es bastante. No es solo en comparación con Belsen como Spandau es una cura de reposo, sino que, en comparación con el Gulag, con las penitenciarías psiquiátricas soviéticas, con las cárceles de Chile y con los indescriptibles campos de exterminio de Camboya, Speer no fue más que uno de los maestros constructores, aunque tal vez el castigado con mayor dureza. La arquitectura de la muerte sigue prosperando.
19 de abril de 1976




[*] Existe edición en castellano: Diario de Spandau
Trad. de Manuel Vázquez y Ángel Sabrido
Barcelona, Plaza & Janés, 1977 (N. del T.)

En George Steiner at The New Yorker 
Título original: George Steiner at «The New Yorker», 2009
Traducción: María Condor
Prólogo: Robert Boyers

Foto: George Steiner at home with his dog. Cambridge, 2005
© Peter Marlow/Magnum Photos



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